Hoy, leí un artículo sobre los “cafés pendientes”. Antes de
leerlo nunca había oído hablar de ellos. Son el resultado de una tradición
establecida inicialmente en Nápoles, consiste en pagar cafés que no vayas a
tomar cuando entres a un bar. De este modo, cuando alguien pobre entre tendrá
un café que tomar. Se decía también en el artículo, que hoy día esta tradición
se ha expandido a la frontera de Nápoles.
Inmediatamente después de que esta acción me conmoviese
acudieron a mi memoria, ¿Cómo no? , algunos recuerdos de infancia. En el pueblo
en el que crecí, la rutina era tranquila y similar a la de cualquier película
que trate de representar lo que es un pueblo alejado de una ciudad. Mi vecino,
cuatro años mayor que yo y mi yo de unos ocho años, vivíamos enredados en
sueños fantasiosos, lo cual conllevaba el intento permanente de querer imitar
todo lo que hacían nuestros hermanos bastante mayores que nosotros. Bien, se
estableció la moda de los vehículos de cuesta. Los vehículos de cuesta
consistían en unos cuantos tablones unidos mediante puntas a los que se
proporcionaba unas ruedas y después su función consistía en bajar cuestas.
Mi vecino, tenía a su vez un vecino que era pobre, su casa
no tenía tejado y su vehículo no era más que una bicicleta oxidada. Solo tenía
unos enormes ojos azules y un cuerpo enclenque. Alberto, creo que se llamaba,
pero no es su nombre lo que importaba. Sino lo que sin saber dejó detrás de él.
Era una tarde de creación, de esas de verano, en las que
decidíamos ponernos a hacer algo y como dije antes, estabas de moda los
vehículos de cuesta. Mi vecino y yo, no teníamos más que un par de ruedas
viejas muy gastadas, de las que ya solo quedaba el hierro interior. Alberto, le
llamaré así aunque no recuerde muy bien si era o no su verdadero nombre,
llegaba en ese momento de su ruta diaria de contenedores y se acercó a ver como
avanzaba nuestro proyecto. Nos dijo que lo que nos faltaba era materia prima.
Nunca antes había hablado con él, mi vecino sí, pero yo no, solo lo veía pasar
por la calle cuando regresaba a casa cada tarde, creo que su bicicleta era de
color verde, o eran de color verde los pequeños trozos de pintura que todavía
se aferraban al hierro oxidado. Nos dijo que lo acompañáramos a su casa que
igual encontraba allí algo para nosotros.
Así fue como supe que su casa no tenía tejado, la vegetación
se la comía también por dentro y solo tenía unos cuantos bultos de cosas que
nunca utilizaría, en la parte del fondo del cubo que encerraban aquellas no
enteras cuatro paredes. Él no se avergonzó ante nosotros de las condiciones en
las que vivía, pero percibí que éramos los únicos a los cuales se las
mostraría. Tenía las ruedas a mano, no
le hizo falta buscarlas, eran unas buenas ruedas, mucho mejor que las que
podríamos haber encontrado nosotros. Cuando me hice mayor, comprendí que las había
estado buscando para regalárnoslas, probablemente el día anterior no nos
hubiésemos cruzado con él y por eso las guardaba en casa. Él no tenía nada, sin
embargo, en aquel momento nos dio lo que nosotros más deseábamos. Y a mí, me
dio uno de los primeros ejemplos que recuerdo de bondad. Después de aquel día
no volví a hablar con él, pero recuerdo que el día que mi padre dijo en casa
que había muerto sentí más pena que por adultos con los que hablaba a menudo.
Había un vagabundo que andaba todos los días desde el sitio
donde dormía, desconozco si tenía casa, hasta un contenedor que estaba a unos
seis kilómetros de mi casa, todos los días iba y volvía, parando en cada uno de
los contenedores que había en el camino. A pesar de ello, era un hombre muy
elegante, sus movimientos eras suaves, parsimoniosos y bellos. Tenía pelo y
barba blanca y era alto. Siempre llevaba un saco colgado al hombro en el que
recogía lo que encontraba y consideraba que le podía hacer falta. Después, con
los años, empezó a llevar un carro metalizado, su postura, ya no era tan
erguida.
Recuerdo que me infundía un gran respeto, no era el
vagabundo de clase borracho, su sabiduría, afloraba en su presencia y su retiro
mostraba la huida. Mi madre me había enseñado a saludarlo, todos los días
coincidíamos con él en algún punto de su trayectoria, el andaba, nosotras
íbamos en coche. Mi madre decía que no era un desconocido que nos veíamos todos
los días y que debíamos saludarlo. A mí me infundía un gran respeto, me parecía
una persona de lo más respetable, ¿qué importaba si vivía en la calle?
Hubo un tiempo en el que no lo vi, o que si lo vi estaba más
pendiente de mi desarrollo que de si me lo cruzaba. Tendría unos doce años
cuando me crucé con él caminando. Iba con una amiga y a ella le asustaba el
hecho de que nos estuviéramos acercando, yo no comprendía su miedo. Al pasar
justo a su lado nos dijo algo e intentó tocarme, mi amiga me empujó dejándolo
quedar a él en medio y torpe para poder agarrarnos. Estaba borracho. Verlo
borracho no fue una decepción sino más bien una justificación, percibí que
llevaba una sortija en un dedo, era bisutería dorada con una gran piedra
granate en el centro.
Ahora caigo en la cuenta de que hace mucho tiempo que dejé
de verlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario